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Cambiemos el comercio, no el clima
cambiemos el comercio, no el clima!
En un sentido o en otro el cambio avanza: o imponemos un cambio de reglas en la economía mundial o no seremos capaces de frenar el cambio climático.
El modelo económico neoliberal es una amenaza para el desarrollo de una respuesta rápida y efectiva al cambio climático. Los acuerdos internacionales sobre comercio e inversiones impulsan la expansión de los sectores industriales con intenso consumo de energía, el aumento de la extracción y procesamiento de combustibles fósiles y la expansión de la agricultura intensiva. Todas estas actividades liberan grandes cantidades de carbono y contribuyen a la destrucción de los bosques que regulan el clima. El transporte internacional es también responsable de una parte importante de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Al mismo tiempo, distintas normas de comercio e inversiones establecen restricciones severas a la capacidad de los gobiernos para promover alternativas con bajo carbono o para ayudar a la adaptación al cambio climático. Las normas sobre los derechos de propiedad intelectual, en particular, encarecen el costo de las tecnologías benignas para el clima, determinando así que a los países en desarrollo les resulte imposible cambiarse a la senda del desarrollo sustentable de bajo carbono y resistente al clima. Las normas sobre subsidios también podrían impedir que se preste apoyo financiero al desarrollo de combustibles o tecnologías benignos para el clima.
Las normas sobre patentamiento de seres vivos también podrían impedirles a los agricultores responder al cambio climático, adaptando a tal efecto su producción, y eso acarrearía graves consecuencias para la seguridad alimentaria. De otra parte, las empresas semilleras y de productos agroquímicos más importantes ya están acumulando cientos de patentes monopólicas de genes para plantas que serán comercializadas como cultivos resistentes al cambio climático, capaces de soportar las sequías, el calor, el frío, las inundaciones, los suelos salinizados y demás, limitando así la posibilidad de control popular del proceso de adaptación al cambio climático.
Varios países utilizan además la OMC para llevar adelante la liberalización de los servicios de energía. Esto puede introducir restricciones importantes a la capacidad de los gobiernos de instituir políticas nacionales orientadas a reducir la dependencia de las importaciones de energía o a un cambio hacia fuentes de energía sustentables.
Algunos países también han utilizado las negociaciones de la OMC sobre el Acceso al Mercado No Agrícola (NAMA, poros sigla en inglés) para cuestionar medidas contra el cambio climático denunciándolas como “obstáculos no arancelarios”, entre las que se incluyen las medidas de eficiencia energética que ya están siendo aplicadas.
Las normas de la OMC, por otra parte, frustran los intentos de proteger y promover las formas de producción de alimentos locales, sustentables y de pequeña escala, incluso aunque un enfoque de este tipo conlleva impactos mínimos sobre el clima si se lo compara con la agricultura industrial, y además contribuye a la diversificación de la producción y a la adaptación a los patrones cambiantes del tiempo, aumenta la seguridad alimentaria y reduce la deforestación. Lograr la adaptación de la producción de alimentos al cambio climático es crucial: la gran mayoría de los habitantes pobres del planeta (1.500 millones de personas) que sufren inseguridad alimentaria, dependen de la agricultura, la explotación forestal y la pesca para su sustento, y es muy probable que todos sean severamente afectados por el cambio climático.
Las reglas de comercio e inversiones les permiten asimismo a las corporaciones combatir las leyes y regulaciones que apuntan a protegernos contra el cambio climático. Los tratados bilaterales de inversiones, por ejemplo, habilitan a las grandes corporaciones a trasladar sus centros de operaciones (y el lugar donde pagan sus impuestos) de un país a otro con creciente facilidad. Los grupos de presión de la industria son muy rápidos para hacérselo saber a cualquier gobierno que esté considerando introducir políticas que puedan ser onerosas o de difícil aplicación para las empresas.
La fijación de los gobiernos en mantener la competitividad de las empresas y la economía de cara a la competencia internacional creciente, constituye asimismo un obstáculo importante para la aplicación de medidas de mitigación del cambio climático. A medida que los países han ido incrementando su participación en el comercio internacional, también se han hecho cada vez más dependientes de él. Por ende, los gobiernos se muestran cada vez más reacios a introducir políticas amigables al clima como los impuestos al carbono, que podrían colocar a sus industrias nacionales en desventaja frente a la competencia internacional, al aumentar sus costos operativos.
Algunos proponen encarar las preocupaciones en torno a la competitividad mediante “ajustes impositivos en frontera” aplicados a las importaciones, para obtener así un efecto igualador que determina que las importaciones resulten correspondientemente más caras. Pero este enfoque es muy polémico ya que contraviene el principio de la responsabilidad compartida pero diferenciada respecto del cambio climático, y no aborda temas tales como los presupuestos de carbono, la deuda climática y la responsabilidad histórica.
Los países en desarrollo que negocian en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) han señalado correcta y coherentemente que ellos no son responsables del cambio climático: en consecuencia, no tienen metas de reducción de emisiones en el marco del Protocolo de Kyoto; en el marco de la CMNUCC (artículo 4.3), además, los países desarrollados tienen la obligación formal de ayudarlos a enfrentar los problemas generados por el cambio climático. La responsabilidad histórica del cambio climático recae en los países industrializados, y esa responsabilidad incluye sin lugar a dudas hacerse cargo de los costos en términos de competitividad perdida.
También incluye la responsabilidad de saldar la ‘deuda climática’ vigente que los países desarrollados les deben a los países en desarrollo, puesto que todavía siguen ocupando la atmósfera o ‘espacio de carbono’ que todos los países tienen derecho a compartir. Esta es una deuda muy real, ya que los impactos del cambio climático ya se están sintiendo con todo su peso en los países en desarrollo, que poco han contribuido a generar el problema, pero que ahora están obligados a desarrollarse soportando los efectos negativos del cambio climático
Persiste no obstante el problema de la “fuga de carbono” asociada a la migración de industrias hacia países sin metas de reducción de emisiones. Si esas fugas de carbono ocurriesen, aunque las de normas de reducción de emisiones que se les imponen a los países industrializados fueran severas, el resultado en definitiva podría ser de todos modos que la reducción total de emisiones sea nula o muy menguada. Simplemente se estaría trasladando las industrias de un grupo de países a otro (una mudanza que además se ve facilitada por los acuerdos de liberalización del comercio y las inversiones). La “fuga de carbono” podría significar entonces que los esfuerzos para mitigar el cambio climático sencillamente quedarían en nada: a largo plazo, sería una solución en la que todos solamente pierden. Encarar efectivamente el cambio climático implica contabilizar y enfrentar las emisiones asociadas al sobre-consumo de productos, especialmente en los países desarrollados, que es uno de los factores clave determinantes del cambio climático.
En última instancia, es necesario incorporar incentivos suficientes en las negociaciones intergubernamentales sobre el clima, el desarrollo y otras, para que los países en desarrollo sientan que sus preocupaciones están siendo tomadas en serio por los países ricos industrializados, y que se están tomando medidas para resolverlas. Pero eso no está ocurriendo. La UE por ejemplo, está en medio de negociaciones de Acuerdos de Asociación Económica (EPA por sus siglas en inglés) con algunos de los países más pobres del mundo en África, el Caribe y el Pacífico, a través de los cuales busca de manera implacable la apertura de los mercados de esos países, sin ofrecer prácticamente nada a cambio (AT, 2008). Esos pueblos corren en consecuencia el riesgo de quedar más empobrecidos como resultado directo de esos acuerdos comerciales, y por ende con menos capacidad para sobrellevar los impactos del cambio climático. No es nada sorprendente, desde este punto de vista, que los países en desarrollo no confíen en sus contrapartes de los países industrializados.
Las empresas que consideren que se han transgredido los tratados bilaterales sobre inversiones entre los países, pueden además demandar directamente a los Estados nación a través del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI) y otros órganos de arbitraje. En este momento hay, por ejemplo, al menos 49 casos de disputas pendientes relativas a la energía presentados ante el CIADI, y casi todos involucran a países en desarrollo que han sido demandados por multinacionales de la energía.
Esta tensión entre las esferas del comercio y el cambio climático genera por lo tanto un efecto disuasorio de la formulación y aplicación de nuevas medidas en materia de políticas contra el cambio climático, tanto a nivel nacional como internacional: los gobiernos se tornan reacios a introducir cualesquier medidas nacionales que puedan ser impugnadas a través del sistema de comercio. Esto puede ocurrir tanto para el caso de medidas que a no ser por ese efecto los gobiernos nacionales aplicarían individualmente, o las medidas a las que los gobiernos podrían recurrir para cumplir con sus obligaciones contraídas en los acuerdos multilaterales sobre el medio ambiente (AMUMA), e incluso puede incidir en la formulación misma de los textos acordados en los AMUMA.
Este dilema se torna aun más complejo por el hecho de que muchos AMUMA dejan librado a los Estados individuales la definición de la forma precisa de lograr los objetivos, y a estos les resulta mucho más difícil tomar una decisión unilateral de utilizar una medida restrictiva del comercio que podría finalmente ser impugnada en la OMC. Algunos acuerdos recientes avanzan además un paso más e incluyen disposiciones que explícitamente desaconsejan la discriminación comercial y las “restricciones encubiertas” al comercio internacional. La CMNUCC y el Protocolo de Kyoto sobre cambio climático contienen ambos una redacción de este estilo.
Todo esto es un golpe directo al imperativo del cambio climático: para impedir el cambio climático descontrolado debemos mantener los combustibles fósiles bajo suelo, y minimizar la cantidad de carbono de la superficie (como el que almacenan los bosques) que se libera a la atmósfera. Pero los gobiernos parecen presos de una fijación con el sistema de comercio, y priorizan entonces soluciones al cambio climático beneficiosas para las empresas. Eso significa que nos estamos jugando al éxito de una cantidad de ‘soluciones falsas’ ya planteadas, y otras más que vienen en camino.
Los vínculos entre algunas de estas soluciones falsas y las normas de la OMC son medianamente claros (los sistemas de certificación, por ejemplo, se encuentran claramente restringidos por las reglas de la OMC sobre los ‘Obstáculos Técnicos al Comercio’), pero ese vínculo no es tan claro en otros casos (como el comercio de carbono, por ejemplo). Pero todas esas soluciones han sido seleccionadas con arreglo al criterio de que no entren en conflicto con las normas de comercio e inversiones, y porque representan inconvenientes mínimos, o incluso benefician a la industria.
Los sistemas de certificación y etiquetado voluntarios, tales como el proceso de certificación administrado por el Forest Stewardship Council (consejo de manejo forestal), son ejemplos típicos del tipo de medida menos que óptima preferida por algunos gobiernos porque probablemente no sean impugnadas en la OMC. Las normas de certificación y etiquetado en general se desarrollan sector por sector y son particularmente susceptibles al cabildeo de los grupos de presión empresariales. En algunos casos las corporaciones están incluso involucradas en la formulación misma y la aprobación de las normas. Las etiquetas y los certificados son populares precisamente porque tienen impactos mínimos sobre el comercio y no están pensados para incidir sobre el consumo excesivo.
De manera similar, si bien muchos gobiernos han aplicado normas y etiquetas obligatorias (por contraste a otras que son de carácter voluntario) en materia de eficiencia energética que han contribuido efectivamente a mejorarla, es probable que esas etiquetas tengan poco o ningún impacto en la compra o el uso mismo de una amplia gama de artefactos eléctricos no esenciales que consumen energía, lo que significa que esas normas, por sí mismas, siguen siendo una respuesta insuficiente frente al cambio climático.
El etiquetado y la certificación pueden además utilizarse para ‘maquillar de verde’ los productos. El uso de certificados para identificar los “biocombustibles sustentables”, por ejemplo, podría disfrazar los graves efectos ambientales y sociales adversos que pueden tener los agrocombustibles, entre ellos el incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero y los impactos indirectos significativos que implican tanto para le gente como para el medio ambiente. Los programas de certificación de agrocombustibles tales como la Better Sugarcane Initiative (iniciativa de caña de azúcar mejor) y la Roundtable on Sustainable Palm Oil (mesa redonda sobre aceite de palma sustentable) se encuentran asimismo controlados por empresas transnacionales, y eso incide claramente en su enfoque y accionar.
Sin embargo, el efecto los agrocombustibles en términos del hambre, el clima y la biodiversidad bien podría ser tan sólo la punta del iceberg, si siguen adelante los planes de desarrollo de otra tecnología con biomasa –la llamada ‘tierra negra’ o biochar—que también favorece a las empresas. Los defensores del biochar sostienen que los desechos de biomasa de fuentes urbanas, agrícolas y de los bosques pueden convertirse en carbón vegetal, un tipo de carbono estable y de gran duración que libera bioenergía en el proceso.
Pero la producción de biochar depende de suministros de biomasa barata, y es ahí donde radica su problema principal. A falta de reglamentación, la fuente de suministro de esos desechos dependerá del costo comparativo de distintos tipos de desechos –o no desechos, sino materiales—biológicos, no de su conveniencia desde el punto de vista social o ambiental. Por eso la producción de ese carbón vegetal a gran escala que algunos avizoran, podría significar un cambio en el uso del suelo de cientos de millones de hectáreas de tierras agrícolas para la producción de biomasa (fundamentalmente grandes monocultivos de árboles), que a su vez implicaría consecuencias incalculables para la producción mundial de alimentos y la biodiversidad.
Hay muchas otras “soluciones falsas” que se están planteando e implementando a medida que la industria aprovecha el cambio climático y lo convierte en una oportunidad de negocios lucrativos. El riesgo principal es que la urgencia de la situación, en combinación con el enfoque dominante “favorable al mercado” conduzca a la aceptación apresurada de tecnologías no probadas ni ensayadas, entre ellas los extravagantes experimentos de la geo-ingeniería, el renacimiento de las industrias nucleares y la modificación genética otrora rechazadas, y a una dependencia en tecnologías de “secuestro y captura del carbono” que aún no se han desarrollado (que están siendo utilizadas para justificar el uso continuado de combustibles fósiles tales como el "carbón limpio").
Los gobiernos han optado además por usar mecanismos de comercio internacional para impulsar y financiar todas estas medidas y tecnologías del cambio climático. El comercio de carbono, en particular, ha sido y sigue siendo un elemento central de las negociaciones actuales sobre el cambio climático, a pesar del hecho que le sirve al Norte rico e industrializado para eludir sus obligaciones en caso de necesidad, pagando por ello, y a pesar que los resultados de los mercados de carbono hasta la fecha han sido, por lo menos, dudosos.
En particular, el Mecanismo de Desarrollo Limpio (MDL) del Protocolo de Kyoto ha fracasado. Muchos lo rechazan porque privatiza efectivamente la atmósfera, asignándoles derechos de emisión a quienes tengan dinero para comprarlos. Y hasta sus propios defensores reconocen ahora que su funcionamiento es complejo, lento y engorroso, y parece estar enmarañado de fraudes, de manera tal que “la gran mayoría de los proyectos de eficiencia energética y energías renovables quedan trancados en algún lugar del proceso”.
Varias regiones y países también han decidido utilizar el comercio de carbono internamente para distribuir el peso del cumplimiento “eficientemente” y al menor costo. El mayor y más conocido de estos mecanismos es el Sistema de Comercio de Emisiones de la UE, que demuestra claramente algunas de las desventajas de utilizar los programas de comercio de carbono, entre ellas su evidente susceptibilidad al cabildeo de los grupos de presión empresariales.
Los mercados de carbono, al igual que cualquier otro mercado, son volátiles. Pero la inestabilidad y la incertidumbre son características poco deseables para un esfuerzo decidido y estructurado de mitigación del cambio climático. Cualquier factor que redunde en una caída del precio del carbono, por ejemplo, significará que a las empresas les resultará más barato contaminar, y será por lo tanto menos probable que implementen medidas de eficiencia energética o desarrollen tecnologías nuevas. La incertidumbre también reducirá la inversión directa en tecnologías deseables.
La contracción mundial del crédito es uno de esos factores: muchas empresas disponen ahora de permisos de emisión que no necesitan o utilizan porque su producción ha caído, motivo por el cual están vendiendo sus permisos de emisión excedentes para generar fondos. Esto, a su vez, contribuye a bajar el precio del carbono, lo que una vez más redunda en que sea más barato contaminar.
Sin embargo, muchos gobiernos parecen estar dispuestos a seguir adelante como si nada. Ignorando las lecciones que se podrían aprender de la crisis financiera mundial, parecen decididos a seguir presionando por el establecimiento de mercados de carbono, sin importarles las consecuencias. Hay incluso propuestas de utilizar estos mercados para financiar un nuevo mecanismo, el programa de Reducción de las Emisiones derivadas de la Deforestación y la Degradación en los países en desarrollo (REDD), actualmente en discusión en las negociaciones de la ONU sobre el cambio climático (aunque un número creciente de gobiernos está empezando a oponerse a estas formas de financiamiento, entre ellos Bolivia, Brasil, China, El Salvador, Paraguay y Tuvalu).
Detener la deforestación sería por cierto un paso importante para reducir la cantidad de gases de efecto invernadero que se emiten por año. Pero un análisis más profundo muestra que el programa REDD no está dirigido a detener la deforestación, sino solo a reducirla de una forma tal que resulte cómoda y conveniente para la industria. El programa REDD podría ser utilizado además para recompensar a quienes se dedican a la tala de bosques y la agricultura industrial, ignorando en cambio a los países y comunidades cuyas tasas de deforestación ya son de por sí bajas.
Es muy importante también tener en cuenta que el programa REDD podría obstaculizar los esfuerzos indispensables para mitigar el cambio climático, si se insiste en fundarlo en una definición de bosques que incluye a las grandes plantaciones de monocultivo de árboles. Esas plantaciones a gran escala generan problemas ambientales, sociales y económicos graves. Además, solo almacenan el 20% del carbono en comparación con los bosques primarios intactos. Por eso parece inconcebible que los negociadores del cambio climático aprueben cualquier proceso que permita la sustitución de los bosques naturales por plantaciones. Pero eso es exactamente lo que están proponiendo algunos gobiernos en las negociaciones actuales sobre el cambio climático.
El programa REDD también vuelve a centrar la atención en un dilema moral y legal clave: ¿a quién pertenecen los bosques, si acaso cabe hablar de dueños? ¿Y quién tiene el derecho de vender créditos de carbono? Resulta evidente que en ausencia de derechos de tenencia de la tierra seguros, los Pueblos indígenas y otras comunidades que dependen de los bosques no tienen garantías de recibir ningún tipo de "incentivo" o compensación del programa REDD por su gran contribución a la conservación de los bosques.
Si no se resuelven estos dilemas, el programa REDD corre el riesgo de sumarse a la larga lista de soluciones falsas e inútiles frente al cambio climático, respaldadas actualmente por gobiernos ansiosos de cumplir con las prioridades que marcan el comercio internacional y la inversión.
Ansiosa de obtener reconocimiento como parte de la ‘solución’ al cambio climático, la OMC propuso además la liberalización de los “bienes y servicios ambientales” (EGS por su sigla en inglés) como uno de los componentes de la respuesta. Pero esta en realidad es otra de las soluciones falsas. Como sería de esperar, las negociaciones de la OMC han encarado el tema desde un enfoque comercial, con países que proponen liberalizar el comercio de precisamente aquellos EGS en los que tienen una ventaja competitiva. Ese es particularmente el caso de las tecnologías que EEUU y la UE esperan exportar, entre ellas las tecnologías conocidas como de final del proceso (“end-of-pipe”), tales como las tecnologías de disposición de desechos y tratamiento de aguas residuales.
Pero no es seguro ni claro que la reducción de los aranceles vaya a hacer mucha diferencia en términos de la difusión de las tecnologías amigables para el clima, especialmente si se la compara con los beneficios que podría generar un aumento franco y genuino de la transferencia de tecnologías con el fin de estimular el desarrollo tecnológico nacional. Un recorte de aranceles también podría conllevar pérdidas en términos de recaudación por concepto de aranceles, que son una fuente clave de ingresos para muchos países en desarrollo. Este debate sobre los EGS, por otra parte, distrae la atención del hecho más significativo que es el impacto que tiene el acuerdo de la OMC sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relativos al Comercio (ADPIC) en términos del costo de adquisición de nuevas tecnologías, tornándolas prohibitivamente caras para los países en desarrollo.
Los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil mencionadas más abajo y que participan en la red Nuestro Mundo No Está en Venta consideramos que la respuesta es clara: es urgente cambiar las reglas de la economía mundial neoliberal dirigida por las empresas transnacionales si pretendemos evitar los peores impactos del cambio climático. Un nuevo enfoque, que ponga la salud a largo plazo del planeta y el bienestar de todos sus habitantes por encima de otras consideraciones de corto plazo, sería mejor para nuestro clima, para la gente y para nuestras economías. Para lograr esos cambios los gobiernos deben:
- Eliminar las normas sobre derechos de propiedad intelectual (DPI) que impiden la transferencia de tecnologías con bajas emisiones de carbono a los países en desarrollo y que amenazan la seguridad alimentaria y la capacidad de los agricultores para adaptar su producción a las condiciones cambiantes del clima; y es muy importante garantizar que el financiamiento y la transferencia de tecnologías les permita a los países en desarrollo acceder y hacer uso de las tecnologías existentes y desarrollar a su vez nuevas tecnologías. (Las negociaciones de la OMC sobre "bienes y servicios ambientales", recargadamente orientadas al comercio, no tienen ningún papel relevante en el desarrollo de una respuesta rápida al cambio climático, y son poco más que una distracción frente a la necesidad de encarar estas preocupaciones en torno a los DPI y la transferencia de tecnología.)
- Cambiar la forma en que producimos alimentos, protegiendo y desarrollando a tal efecto sistemas de producción sustentable de alimentos y de bajo impacto que promuevan la soberanía alimentaria, protejan la agricultura familiar y utilicen los alimentos que se dan en cada estación para satisfacer sobre todo y en primer lugar las necesidades locales, a la vez que estimulan cambios en la dieta y los hábitos alimentarios. Eso contribuiría a reducir significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero y ayudaría asimismo a combatir el hambre. Las soluciones a las crisis alimentaria y climática actuales exigen, tanto a corto como a largo plazo, un giro radical de la agricultura que la aparte del modelo actual de agricultura industrializada orientada a la exportación. En definitiva, las normas de la OMC no deberían aplicarse a la alimentación y la agricultura.
- Detener la deforestación, frenando a tal efecto las negociaciones liberalización del comercio asociadas, especialmente aquellas cuyo blanco son las prohibiciones existentes a la exportación de madera, e identificando y controlando estrictamente a las fuerzas de la demanda en los países importadores, y resolviendo los problemas de gobernanza, pobreza y tenencia de la tierra en los países con bosques. La financiación para las iniciativas que apuntan a detener la deforestación no deben provenir de los mercados de carbono; y cualesquier acuerdos cuyo objetivo sea detener la deforestación deben apuntar a frenarla, no solamente a reducir las tasas de deforestación. Para que sean eficaces y a la vez equitativas, tales iniciativas tienen necesariamente que excluir las grandes plantaciones de monocultivo de árboles, y reconocer y aplicar a cabalidad los derechos de los Pueblos Indígenas tal y cual están consagrados en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Si no se resuelven estos dilemas, las propuestas tales como la de Reducción de las Emisiones derivadas de la Deforestación y la Degradación (REDD) corren el riego de sumarse a la larga lista de soluciones falsas e inútiles frente al cambio climático.
- Impedir que las empresas influyan en las políticas de combate al cambio climático, incluso rescindiendo a tal efecto los tratados bilaterales de inversión, y eliminando los mecanismos de solución de controversias entre los inversionistas y el Estado, (incluso el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones – CIADI), que apuntalan a las empresas que amenazan con trasladar sus operaciones a otros lugares.
- Abandonar las soluciones falsas fundadas en el mercado –incluidos los problemáticos sistemas de certificación y etiquetado, la liberalización de los bienes y servicios ambientales, los agrocombustibles, la “tierra negra” o “biochar”, la ingeniería genética, la geo-ingeniería, las tecnologías de "captura y secuestro de carbono” aún no desarrolladas y el uso de los mercados de carbono para financiar e impulsar estos diversos procesos.
- Establecer, en su lugar, un marco coherente fundado en los derechos, que priorice las preocupaciones de largo alcance asociadas al cambio climático, por encima de los intereses comerciales de corto plazo; y que esté basado en el reconocimiento del hecho que las soluciones perdurables y efectivas frente a la crisis climática no las aportarán las grandes empresas sino los Pueblos Indígenas, las comunidades campesinas, los pueblos pescadores artesanales y especialmente las mujeres de esas comunidades que han vivido armónica y sustentablemente con la Tierra durante miles de años.
- Priorizar la justicia climática y la deuda climática, no el comercio y las inversiones. Los mayores contaminadores per cápita del mundo deben reducir drásticamente sus emisiones modificando a tal efecto su estilo de vida contaminante y transformando sus economías de alto impacto climático. Es hora de revertir el paradigma de desarrollo orientado al mercado de exportación, y crear una visión alternativa de sociedades sustentables fundadas en la soberanía, la solidaridad y la suficiencia. En resumen, los países industrializados deben saldar su deuda climática. Esto, sin duda, tendrá impacto en las industrias que hacen uso intensivo de energía, y en su capacidad para competir en los mercados mundiales. Pero los gobiernos responsables del cambio climático deben asumir esta carga; ellos ya tendrían que estar de todos modos reestructurando sus economías para transformarlas en economías con bajas emisiones de carbono. Sin embargo, esta transformación podría facilitarse eliminando las numerosas restricciones comerciales y prioridades que operan evitando que los gobiernos introduzcan normas de eficiencia energética estrictas; protegiendo las industrias incipientes; subvencionando el desarrollo de tecnologías amigables para el clima; y creando nuevos puestos de trabajo verdes para los trabajadores desplazados, sobre los cuales no debe recaer el peso del cambio climático.
- Modificar nuestro enfoque del comercio y las inversiones en general podría además inyectarle impulso y dinamismo significativos a las iniciativas mundiales de mitigación y adaptación al cambio climático. La sustitución de las negociaciones y los acuerdos de liberalización del comercio y las inversiones por verdaderos esfuerzos de colaboración intergubernamental destinados a ayudar a los países en desarrollo a mejorar sus economías es un requisito previo.
El sistema económico neoliberal predominante tiene que ser sustituido si queremos combatir con éxito el cambio climático. No hay otra opción.